El 8 de marzo se celebró el Dia Internacional de la Mujer en numerosos países del mundo – algunos lo engloban en sus feriados. Remonta a las luchas por la igualdad de los derechos de las mujeres y a los movimientos feministas, a principio del siglo XX, que solicitaban, entre otras cosas, el derecho a voto, mejores sueldos y mejores condiciones de trabajo. Oficializado por la ONU en 1975, se celebra ahora con mucha deferencia…. ¡Incluso algunos conocidos míos, silenciosos el resto del año, se acuerdan de mi existencia y me envían un mensaje prefabricado con corazoncitos por WhatsApp!
Y unas semanas atrás, se celebró el día de la Madre, al cual se atribuye orígenes diversos. En la Grecia antigua se honraba a Rea, madre de Zeus, Poseidón y Hades; en Roma a Cíbele, madre de los dioses, mientras que la celebración tal como la conocemos hoy día fue creada en Estados Unidos por Anna María Jarvis, en homenaje a todas las madres, en particular las que sufrían por sus hijos en la guerra, y para promover la paz mundial. Como muchas fiestas, tiende a convertirse, a menudo, en un evento comercial y pierde su carácter sagrado.
La condición de la mujer sigue siendo un tema de observación, reflexión y hasta preocupación en ciertos casos, algunos solo irritantes y otros trágicos. Por ejemplo, en las actas de nacimiento, aunque sea irónico, los datos designando al padre aparecen antes de los concerniendo a la madre, y en las actas de matrimonio emitidas en Chile hasta los años 1940, la profesión de una ama de casa se inscribía como “labores del sexo”. Pero también, en distintas sociedades, esencialmente africanas, pero no únicamente, llegan a reglas pavorosas aplicando la mutilación genital femenina para eliminar el placer sexual, y en algunos países, la jurisprudencia islámica permite ejecutar a la esposa adúltera por lapidación.
Ciertas profesiones eran inaccesibles a las mujeres hasta el siglo pasado, no por razones atendibles, sino por parcialidad implícita, por ejemplo, la dirección de orquesta y el pilotaje de aviones. Hubo que esperar al año 1930 para ver la primera directora de orquesta llegar al podio del Filarmónico de Berlín, la neerlandesa Antonia Brico, y la primera pilota que obtuvo su licencia, en 1910, fue la francesa Raymonde de Laroche, también llamada “la mujer-pájaro”.
La película francesa No soy un hombre fácil (2018) plantea un tema interesante al respecto. Invierte los roles tradicionales en la sociedad, describiendo a un hombre que se enamora de una mujer potente y devoradora de hombres endebles y que trata, para seducirla, de descifrar y adoptar los códigos de una sociedad matriarcal donde las reglas y los criterios se encuentran transpuestos. Su humor cáustico pone en evidencia un sexismo que escapa a menudo a la vista, presentando a un macho atrapado a su propia trampa.
Unos años atrás, hice un estudio sobre la evolución de la figura de la mujer en la publicidad y los mensajes que transmitían, en Occidente. En los años 50, las publicidades mostraban a la mujer reina del hogar, dueña de casa irreprochable que dedicaba su vida entera al gusto de su marido y a sus niños, debiendo además preocuparse de su apariencia física y lucir siempre radiante y hermosa. En aquella época dominaban los anuncios para los electrodomésticos, diseñados para “mejorar su condición”, y sobre los productos cosméticos. Relacionada con una condición femenina heredada del baby-boom postguerra, la publicidad sugería también que, además de cuidarse y preparar las mejores cenas para su familia, la mujer debía formar a sus hijas a cumplir las mismas tareas, unos años después. En efecto, era común presentar a la dueña de casa atareada en la cocina en compañía de su hija, formándola implícitamente para ser la perfecta réplica de ella.
A pesar de la “liberación femenina” de los años 60 y de los progresos impresionantes de la mujer al nivel social y profesional en estas últimas décadas, la publicidad sigue perversa, acumulando las tareas y responsabilidades en vez de “liberar”. Por ejemplo, recuerdo una publicidad para una marca de platos congelados para microondas, que mostraba a una mujer de aspecto “profesional exitosa”, autosuficiente, anteojos en una mano y comida preparada “bajo calorías” en la otra, que, a pesar de tener una carrera de buen nivel, cumplía con los compromisos implícitos de su género.
Los últimos años vieron desatarse en varias partes del mundo una verdadera rebelión contra la publicidad sexista, el uso de fotos retocadas con Photoshop o de fotos de mujeres en posiciones ridículas o denigrantes. Esto fue reprochado a Yves Saint-Laurent en repetidas ocasiones, cuando presentó en sus avisos a mujeres “enfermizamente flacas” o en posiciones vulgares y sin relación alguna con el producto presentado, que incitaban a la violación. De la misma manera, la Corporación Ralph Lauren debió retirar una publicidad donde la cintura de una mujer era inferior a la circunferencia de su cabeza.
A pesar de eso, y para terminar en una nota un poco más positiva, hemos hecho progresos, y por mucho que quede por lograr, las estructuras sociales siguen evolucionando. Lejos de ser reducidas a su función de madres, las mujeres lograron un nivel notable de independencia y tienen ahora acceso a una gran variedad de profesiones y labores (no solo “las del sexo”), por lo menos en las sociedades occidentales. Pero no se puede negar que su situación en la sociedad está ampliamente determinada por la clase a la cual pertenecen y a su nivel de educación, el cual las mantiene a veces en su condición de “sexo débil” de la que no puede escapar.
Lo que sí siempre me dejó perpleja es un famoso poema de Louis Aragon dedicado a Elsa: “El futuro del hombre es la mujer / Es el color de su alma / Es su rumor y su ruido / Y sin Ella solo es blasfema”[1]. En el momento cuando fue escrito, probablemente tenía un poder más revolucionario, o “emancipador”, pero ahora tiende a provocar un esbozo de sonrisa. Lo dejo a su sensato juicio…
[1] « L’avenir de l’homme est la femme. Elle est la couleur de son âme. Elle est sa rumeur et son bruit. Et sans Elle il n’est qu’un blasphème ». Louis Aragon, Le Fou d’Elsa (1963)
Por Sylvie Moulin