El debate del intelectual público como paradoja social

Los debates filosóficos son muy apetecidos y a veces muy espectacularizados. Los registros audiovisuales de los debates más eminentes del último tiempo han sido siempre espacios de confrontación que prometen iluminar nuestras inquietudes más profundas. Pero ¿qué sucede cuando estos encuentros se convierten en exposiciones paralelas incapaces de construir entendimiento? Dos debates paradigmáticos del siglo XX y XXI —Chomsky vs. Foucault (1971) y Žižek vs. Peterson (2019)— ilustran una preocupante tendencia hacia la incomunicación, falta de moderación atingente y a ratos disfrazada de profundidad intelectual y pirotecnia verbal.

Noam Chomsky y Michel Foucault se confrontaron sobre ideas grandilocuentes como justicia, moral y naturaleza humana. Pero cada uno asumió sus propias definiciones sin explicitarlas, dejando al otro sin posibilidad de abordarlas desde un terreno común. Chomsky defendió principios universales como una constante innata en los seres humanos, mientras que Foucault insistió en que estas ideas son productos históricos moldeados por relaciones de poder. A pesar de su brillantez argumentativa, el debate nunca llegó a cruzar los muros epistemológicos que separaban a ambos pensadores.

Décadas después, Slavoj Žižek y Jordan Peterson prometieron un debate monumental entre capitalismo y marxismo. Pero está evidenciado que Peterson, armado con una crítica limitada al Manifiesto Comunista, no pudo igualar la capacidad discursiva de Žižek, quien evitó incluso defender abiertamente el marxismo, desviando la conversación hacia una crítica al capitalismo global. Este enfrentamiento, promocionado como el debate del siglo, dejó a la audiencia con la sensación de que las expectativas superaron con creces el resultado e incluso, cosa que se podría destacar, se generó un típico nicho de fetichismo intelectual.

Ambos casos comparten algunas fallas que interpreto de proceso y voluntad: el vacío semántico, moderación insuficiente o ausente y preparación técnica desigual. En un debate, términos como «justicia», «capitalismo» o «marxismo» necesitan definiciones operativas claras que permitan un intercambio real. Si carecemos de esas bases compartidas, los argumentos se convierten en soliloquios, hermosos en su forma, pero vacíos en su capacidad de comunicación. Es como si los oradores habitaran universos conceptuales paralelos, condenados a nunca encontrarse.

La problemática no es exclusiva de espacios intelectuales. En nuestra era de polarización y discursos fragmentados, la falla comunicativa se ha vuelto una epidemia. Los grandes debates de ideas, que deberían construir puentes, terminan reforzando trincheras epistémicas a veces arbitrarias. Esto plantea una pregunta urgente: ¿estamos perdiendo la capacidad de dialogar en busca de verdad, o estamos demasiado cómodos en nuestras narrativas aisladas?

Los filósofos y pensadores de hoy enfrentan un deber moral crucial: devolver el significado al diálogo. Esto no implica abandonar la confrontación, sino replantearla. Un debate no debe ser un espectáculo de superioridad argumentativa, sino un espacio para explorar, cuestionar y construir. Requiere humildad intelectual para reconocer que el entendimiento no proviene solo de defender nuestras ideas, sino de escuchar las del otro.

En este sentido, el verdadero fracaso de los debates Chomsky-Foucault y Žižek-Peterson no reside en sus resultados, sino en la ausencia de un terreno común desde el cual (com)partir. Si queremos recuperar el espíritu transformador de los grandes debates, debemos comenzar por definir las palabras que usamos y construir un lenguaje que permita el intercambio auténtico. Pero se nos dirá: “el primero lanza la piedra y el segundo busca su posición preliminar”.

Aquí surge una cuestión crucial: el lenguaje técnico de cada disciplina suele superponerse, cargado de tradiciones epistémicas que condicionan las agencias intelectuales y políticas. Como señaló Wittgenstein en su idea de comunidades entrecruzadas, el significado no es inherente al lenguaje, sino a su uso. Entonces, ¿qué debería primar en estos debates?

La paradoja práctica descubre el núcleo del problema: si los participantes de un debate no logran establecer un lenguaje compartido, ni siquiera para señalar esos vacíos, el diálogo se convierte en un juego de reflejos culturales más que en un verdadero intercambio. En lugar de construir conocimiento, perpetúan la desconexión entre las disciplinas y sus propias tradiciones epistemológicas. Es decir, más que tener las reservas listas para mitigar, resulta clave reconocer el propósito pragmático de la cuestión y sus armonizaciones argumentales.

Quizás el próximo gran debate sea entre nuestros Bots, que reciben y focalizan la respuesta dentro de la comodidad del sistema semántico de uso. Pero la paradoja es ¿Cómo hacer para que estos interlocutores herméticos choquen verdaderamente espadas y no sombras? ¿Cómo lograr que el público también acceda al contenido de trasfondo?

Es claro que tanto la práctica constante de estos formatos a nivel educativo (jóvenes y niños), el ejercicio del argumento sin falacias, a través de foros con buenos moderadores, con reglas claras y una declaración de ideas conceptuales de entrada, más la voluntad dialógica a favor de la discrepancia, el uso de evidencia y la buena cita bibliográfica, puedan prevenirnos de la toma total del espectáculo pugilístico.

Dr. Heber Leal. Director NACSA. Universidad Mayor

Director del Núcleo Transversal de Ciencias Sociales y Artes (NACSA), Universidad Mayor. Doctor en Literatura. Magister en Filosofía Moral. Licenciado en educación y Profesor de Filosofía

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