
Por LUIS MUÑOZ BARRIGA*
El futuro del trabajo se encuentra en una encrucijada, marcada no solo por las transformaciones tecnológicas en la vida cotidiana y productiva de las sociedades, sino también por una redefinición valórica que la humanidad experimenta de manera intensa en este nuevo milenio en que ciertos paradigmas valóricos han modificado el actuar de las personas en un entorno con mucha información, alta polarización y referentes valóricos en crisis. Por otra parte, el trabajo en sí se conforma en una suerte de dilema ya que a través de él los individuos logran recibir una remuneración que les permite tener acceso a ciertos bienes que satisfacen sus necesidades habilidades e intereses. Pero el mismo trabajo es precisamente la actividad que le quita tiempo para disfrutar de aquellas cosas que lo hacen feliz.
Complementariamente, es posible comprender que el trabajo tiene una profunda carga identitaria para las personas; la mayoría al presentarse suele indicar su profesión u oficio porque al hacerlo transmite un conjunto de habilidades y conocimientos propios de su área que le permiten al interlocutor predisponerse a la interacción.
Retomando lo vinculado a los valores, pareciera que más que una crisis es un cambio de modelo y probablemente lo denominamos “crisis” porque generacionalmente los valores como el esfuerzo, la perseverancia o el trabajo, hoy tienen un sentido muy diferente para los jóvenes. Zygmunt Bauman, con su concepto de modernidad líquida, expresa que vivimos en una época marcada por la debilidad de los vínculos y la inestabilidad de las instituciones. Todo es flexible, desechable y cambiante, lo que deja al individuo con el peso de decidir y construir su propia vida sin referentes sólidos.[1]
Por otra parte, la irrupción de la inteligencia artificial y la redefinición del trabajo como pilar de la vida humana están configurando un proceso de cambio ya está marcha. En este escenario, urge reflexionar desde una perspectiva laica y humanista que permita distinguir entre el progreso técnico y el sentido último de la existencia humana.
[1] Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, pp. 7–9
La tecnología y el trabajo
Las innovaciones tecnológicas han acompañado a la humanidad en diversos momentos de su desarrollo lo que ha permitido incorporar a su vida elementos que desafiaron en su momento tradiciones y convenciones en una natural pugna de resistencia al cambio. Hoy nos hallamos en una nueva “ola tecnológica” caracterizada por la inteligencia artificial y la biología sintética, cuya rapidez de expansión no tiene precedentes. Estas tecnologías prometen generar abundancia, pero también ponen en riesgo la estabilidad laboral y social. Dirksen sostiene que no se trata del “fin del trabajo”, sino de una mutación en su naturaleza, donde surgen nuevas formas de empleo, aunque también se acentúan la precariedad y las desigualdades regionales.[2] En sectores como el transporte, la salud y la educación ya se experimenta un reemplazo parcial de tareas humanas, lo que obliga a repensar el papel de la persona en la producción.
A diferencia de otros momentos de cambios significativos en la incorporación de nuevas tecnologías al trabajo, el advenimiento de la IA ha tenido en estos últimos siete años una aceleración vertiginosa que superó la expectativa de los expertos. El Banco Mundial ya en el año 2016 proyectaba la pérdida de más del 50% de los trabajos por la incorporación de la robótica en los procesos productivos. [3]
¿Un mundo en crisis valórica?
No es muy difícil percibir que en la actualidad existe una disyuntiva valórica y ética no sólo en nuestro país, sino que en el mundo entero; cuando uno revisa noticias o estudios respecto a la confianza en las instituciones del estado o instituciones religiosas, los resultados demuestran que la ciudadanía ya no tiene referentes de un comportamiento ético de probidad o de un actuar recto y transparente.
Todos se sorprenden de la escalada de la violencia en las ciudades y en el mundo entero, pero esa conducta autodestructiva siempre ha estado presente desde las primeras civilizaciones y se ha escrito con sangre inocente de millones de vidas que a lo largo de la historia han sido víctimas de los fanatismos, autoritarismos y ambición desmedida por el poder.
La crisis valórica que vivimos hoy, si es que podemos llamarla así, no es un fenómeno aislado ni reciente, sino un producto de un proceso de larga data en el que los valores referentes comunes de sentido han cambiado. Esto nos lleva a pensar que esta crisis siempre ha estado presente o al menos en latencia en la sociedad. Hoy pareciera que es sorprendente pero acaso no lo fue la Inquisición, las matanzas de trabajadores de inicios del siglo XX o los episodios bélicos del siglo anterior en Europa…
Alasdair MacIntyre, en su obra Tras la virtud (2004), menciona que la sociedad actual se encuentra “después de la virtud”. Lo que nos permite deducir que los relatos morales importantes que antes guiaban a las personas han perdido su capacidad paradigmática como referentes de un actuar armónico. Como resultado, las personas toman decisiones basadas más en sus emociones que en creencias o convicciones valóricas, lo que genera un ambiente de individualismo y relativismo moral. Según MacIntyre, la solución no consiste en volver a un pasado valórico, sino en crear comunidades que tengan metas en común y virtudes para abordar los desafíos que hoy debe resolver la humanidad.[4]
Innovación, creatividad y humanismo
Más allá del riesgo de la automatización, existen oportunidades para repensar el trabajo desde la creatividad y la innovación. Oppenheimer sostiene que América Latina debe fomentar una cultura que valore la invención, la tolerancia al error y el emprendimiento. También advierte que educar para lo irremplazable será clave: creatividad, empatía y pensamiento crítico son habilidades que difícilmente serán reemplazadas por algoritmos.[5] Este enfoque humanista permite imaginar un futuro en el que la técnica esté al servicio del desarrollo humano y no de su exclusión.
Hoy en día resurgen oficios que en la segunda mitad del siglo XX fueron casi extinguiéndose: Sastres, mueblistas, técnicos eléctricos o gásfiter tienen hoy un espacio cada vez más amplio para resurgir ante la necesidad de reparar o personalizar lo que hasta hace poco era desechable. A pesar de la lógica de renovación del mercado, las personas son más conscientes que antes respecto al reciclaje, la reutilización o la economía circular. De este modo la creatividad y la educación se alzan como una suerte de faro para la humanidad, pero que lamentablemente tiene la difícil tarea de revertir el desprecio por la belleza y una permanente exaltación de lo vulgar. Parece una profecía, pero en un cuento escrito en 1959 sobre el futuro, el protagonista le explica a un androide que tenía la tarea de educar por qué ocurría esto: “En un mundo despreciable las cosas hermosas son inútiles”.[6]
Por otra parte, el advenimiento de la inteligencia artificial y su consolidación en la vida cotidiana; han hecho del acto de pensar una oportunidad furtiva más que un hábito permanente. A ello sumar los ejércitos de bots y fuentes de información de dudosas procedencias que a través de la manipulación infunden miradas de la realidad que promueven la discriminación, el desprecio por el conocimiento, el dogmatismo político y religioso, el populismo y las creencias en neoideologías del individualismo.
Desafíos de la inteligencia artificial en el trabajo cotidiano
Los avances en inteligencia artificial ya muestran cómo tareas cognitivas y creativas son realizadas por algoritmos: diagnósticos médicos, redacción de textos, traducción automática, conducción autónoma. Oppenheimer señala que incluso profesiones tradicionalmente estables, como la medicina y la abogacía, se verán parcialmente reemplazadas.[7] Este fenómeno implica la urgencia de redefinir la noción de “profesionalidad” y de establecer criterios éticos en el uso de las nuevas tecnologías. La cuestión central es cómo orientar la inteligencia artificial hacia la complementariedad y no hacia la exclusión. Esta advertencia nos obliga a repensar los fines del trabajo: no se trata únicamente de producir con mayor eficacia, sino de mantener la centralidad de la dignidad humana en la organización social.
La Organización Internacional del Trabajo enfatiza que la meta no debe reducirse al pleno empleo, sino a la construcción de trabajo decente en todas sus dimensiones: seguridad social, reconocimiento y bienestar.[8] Esto exige superar visiones reduccionistas del trabajo como simple mercancía, para reconocerlo como práctica que dignifica y da sentido a la vida colectiva. En este sentido, Suleyman advierte que criterios de control global de la tecnología será imprescindible para evitar nuevas formas de exclusión.[9] La cooperación internacional y los marcos normativos se vuelven indispensables para reducir las brechas entre países desarrollados y emergentes.
La redefinición de la profesionalidad incluye también criterios de justicia social: acceso imparcial a la capacitación, marcos regulatorios que protejan derechos y participación de los trabajadores en la implementación de tecnologías. Sin estos resguardos, la brecha entre quienes controlan los algoritmos y quienes dependen de ellos se ampliará, disminuyendo la cohesión democrática.
Por otra parte, Harari en Nexus recuerda que el poder de la información no radica en su mera acumulación, sino en la capacidad de las redes humanas para transformarla en conocimiento y acción.[10] Aplicado al ámbito laboral, esto implica que la profesionalidad del futuro no será medida solo por el dominio técnico, sino por la habilidad de integrar datos, valores y cooperación en procesos complejos. La ética, la empatía y la creatividad serán competencias indispensables para distinguir la aportación humana frente a la eficiencia algorítmica.
Una visión laica y humanista del futuro del trabajo
El futuro del trabajo dependerá de las decisiones colectivas que tomemos. Harari advierte que la convergencia de biotecnología e infotecnología podría dejar a millones de personas fuera del mercado laboral, y que el riesgo no es solo la explotación, sino la irrelevancia humana.¹⁰ Una perspectiva laica propone rescatar la centralidad de la dignidad humana y los valores universales, más allá de dogmas o ideologías cerradas. La ola tecnológica debe ser gestionada con responsabilidad ética, para que la técnica sirva a la humanidad y no al revés.[11]
La visión laica y humanista propone situar la innovación tecnológica al servicio de la equidad, la dignidad y el bien común. Redefinir lo que significa ser médico, abogado, profesor o ingeniero en la era de la IA no es solo una cuestión técnica, sino un desafío ético y cultural que marcará el rumbo de nuestras sociedades en las próximas décadas.
El futuro del trabajo en un mundo en crisis valórica exige más que innovación tecnológica: demanda un compromiso ético y laico con la humanidad. La tarea no es detener la ola tecnológica, sino aprender a orientarla hacia fines que estén en la línea del respeto a la dignidad humana, para ello la educación y la ética humanista serán las claves para que el trabajo del futuro no se convierta en un privilegio de pocos, sino en una herramienta de realización personal y colectiva.
Finalmente, como lo expresa De la Garza, la crisis valórica que atraviesa el mundo del trabajo no se limita a lo económico, sino que toca la dimensión identitaria.[12] En sociedades que privilegian el consumo y la aceleración, la ética del trabajo se ha debilitado. Frente a ello, el humanismo propone recuperar el valor del trabajo como espacio de creación, de cooperación y de transformación personal. El reto está en que las nuevas generaciones no perciban el trabajo solo como un medio de subsistencia, sino como un ámbito de realización y de construcción colectiva, para ello es fundamental el papel de la educación.
La educación se convierte en la herramienta esencial para restituir el sentido humanista del trabajo. No basta con preparar técnicos competentes o profesionales altamente especializados; se requiere también formar ciudadanos conscientes, capaces de articular el conocimiento con valores éticos y con sensibilidad social. La escuela, la universidad y la formación continua deben cultivar no solo habilidades técnicas, sino también empatía, pensamiento crítico, creatividad y compromiso con el bien común.
Desde una perspectiva laica, la educación debe ofrecer un espacio donde los estudiantes aprendan a cuestionar, reflexionar y dialogar sobre el sentido del trabajo y la vida en sociedad, sin depender de dogmas ni imposiciones ideológicas. Es en ese terreno donde la ética del trabajo puede resignificarse: no como un mandato de productividad ilimitada, sino como una oportunidad para desplegar talentos al servicio de la comunidad.
En un contexto de cambios tecnológicos vertiginosos, la educación permanente será clave. Las nuevas generaciones enfrentarán un mercado laboral en constante transformación, en el que los oficios y profesiones se redefinirán continuamente. La capacidad de aprender a lo largo de la vida será más valiosa que cualquier conocimiento estático. Esto implica diseñar sistemas educativos flexibles, inclusivos y accesibles que permitan la reconversión laboral y la actualización constante de saberes.
Asimismo, la educación debe contribuir a que los jóvenes comprendan el trabajo como un espacio de dignidad y cooperación. En un mundo marcado por la automatización y la inteligencia artificial, los valores de solidaridad, colaboración y justicia social resultan indispensables para evitar que la tecnología se convierta en un factor de exclusión. De este modo, la educación no solo prepara para desempeñar tareas, sino también para construir comunidades más justas y humanas.
“En un mundo despreciable las cosas hermosas son inútiles”