Edgardo Hidalgo Callejas
Es una palabra quechua que significa “manantial natural”. También se escribe “pukyu” que significa “fuente o manantial”.
Son famosos los puquios en la zona de Nazca, Perú, que eran canales de agua de lluvias conducidos para ser recolectado en las “cochas”, estanques que permitían la filtración al subsuelo para emerger más abajo en zonas desérticas y así la podían aprovechar como regadío para las huertas de los lugareños. Pero no escribo respecto de esos puquios. En la zona de Chile, en valles cordilleranos del Norte chico al interior de Elqui y de Ovalle, los lugareños llevan en el verano a pastar sus animales, específicamente caprinos y vacunos, a las altas montañas (más de 3 a 4 mil metros sobre el nivel del mar): son las veranadas. Desde cientos de años los pastizales de la alta cordillera de los Andes tienen abundantes y ricos nutrientes, que luego al llegar el invierno, ya no son accesibles por el frío bajo cero y la nieve que cubre el suelo en esas zonas.
Hay peligros al enfrentar la naturaleza ruda, a veces hostil, pero que los arrieros de montaña conocen y sobre todo respetan; saben que, para vivir y sacar frutos de ella, deben convivir en armonía y nunca en conflicto porque siempre perderían. Es la concepción ecológica que no tienen los citadinos, que creen vencer a la naturaleza destruyendo su flora y expulsando a su fauna sin pensar en sus consecuencias.
Entre los peligros que deben tener presente los arrieros está la presencia de los “puquios”. Estos puquios no son los manantiales de agua fresca y limpia, que corren en Nazca por las quebradas de las montañas andinas, no, son pequeños pantanos de algunos metros de diámetros, ubicados en cualquier lugar, a veces al lado de los senderos que usan los arrieros para conducir sus animales a las veranadas. Lucen como un pequeño barrial, pero son pozos de agua oscura, y si algún caprino, vacuno, o caballar se mete en ellos se hunde rápidamente: son trampas mortales.
Hay un acuerdo asumido por todos los arrieros que transitan el lugar, un acuerdo desde quien sabe cuántos años, o siglos atrás: cada uno que pase por allí debe poner una piedra en su contorno para cerrar el sitio e indicar a todos que allí hay un puquio. Es un compromiso de honor, nada ni nadie los obliga, pero que la conciencia colectiva y la solidaridad humana de su gente los impele a respetarlo, dada la recia y difícil vida de la zona. Cada arriero que pasa no deja de cumplir esa promesa silenciosa, casi de fe religiosa, que impregna la conciencia social del arriero de montaña.
En mis años de juventud hice muchas excursiones por esos parajes, con amigos campesinos de la infancia en el Valle de Elqui y fui testigo como al pasar cerca de un puquio, se bajaban de sus caballos y tomaban las piedras más grandes posible y las ponían sagradamente en los bordes del puquio. Con los años y generaciones que hicieron lo mismo, los puquios no sólo tenían una buena construcción de piedras a su alrededor, sino que también algunos estaban en la etapa de llenado del puquio con piedras hasta taparlos definitivamente, eliminando para siempre su potencial peligro. En algunos puquios ello se había cumplido, pero otros eran de una profundidad inconcebible que, por más que recibieran todo tipo de piedras no mostraban signos de llenarse. Quien sabe que profundidad tenían, pero los arrieros seguían tirándoles piedras porque la solidaridad sostenida en el tiempo tendría, algún día, la recompensa bien ganada. La verdadera solidaridad no se hace a la espera de una pronta retribución por algo a cambio, suele llegar como premio posiblemente cuando ya no estaremos para disfrutarla.
Esa solidaridad no se enseña en la TV, ni en los colegios frente a un pizarrón (si es que existen todavía). Esa solidaridad se hace carne en cada uno con la experiencia y el rigor de la vida. Vemos así, que los valores de ética -en este caso la solidaridad- no necesita de la Universidad, ni colegio alguno, sino de los ejemplos de conducta de padres y abuelos que trasmiten sus valores a hijos y nietos.
La disgregación de la familia, en que los hijos están fuera de casa gran parte del día y llegan a su hogar a ver la TV, o encender el celular, para seguir viviendo un mundo falso (lo más probable compenetrándose de una cultura foránea) a miles de kilómetros de su entorno natural, definitivamente ello distorsiona valores y conceptos de vida que no son los suyos.
Los padres, fuente de aprendizaje por miles de años en nuestra civilización, ahora pierden vigencia, pierden fuerza ante el consumismo cultural de la Aldea global que para la juventud tiene más importancia y trascendencia. Los padres son anticuados, obsoletos, ya no pueden guiar a la juventud en la maraña de intereses y complejidades del mundo de hoy, tan competitivo y egoísta, dividido entre “perdedores y ganadores” y al cual nos empuja la actual sociedad.
Que lejos estamos de aquella sociedad en que la instrucción era dada por colegios y universidades; pero la educación de valores, formas de vida y tradiciones era patrimonio de la educación familiar de padres a hijos.
Probablemente, si así se están criando nuestros hijos y por consiguiente nuestros nietos, llegará el día en que nadie tire una piedra más a los puquios porque “no se sienten obligados!,” “yo soy libre de hacer lo que quiera y me da lata bajarme del caballo para tirar una piedra más. ¿Para qué? ¡Si el puquio no lo veré llenarse!”.
Nadie quiere ahora “bajarse del caballo”. No hay ley que los obligue. Así vivimos teniendo que hacer leyes para todo, cuando es más fácil respetar lo que nuestra conciencia nos dice si algo es incorrecto, o inmoral, o delictual, o poco solidario.
Educar la conciencia, educar los valores, bastaría para arreglar muchas cosas de esta civilización; pero ello parece imposible según como se está construyendo esta cultura global en la sociedad de mercado.
No se si esté equivocado, pero me parece que el contacto diario con la naturaleza, como los arrieros en la alta montaña andina que, al mirar la imponente presencia de riscos y riachuelos en la altura indomable, propician en ese pequeño hombre un sentimiento de respeto y sumisión ante su grandeza, que permitirá poder convivir con ella siempre que no la agreda: armonía es la palabra que define esta relación.
Tal vez los puquios están allí, cerca del transitar el hombre, para recordarle honrar esta armónica relación.