Fernando Savater
En España hay cosas que no se ven en ninguna otra parte (la propia España en sí, bien mirada, es cosa bastante insólita: Cioran me decía que los rusos y los españoles se hacen sobre sus países las preguntas que otros reservan para Dios: ¿existe? ¿es bueno y justo? ¿me ama?) Una de ellas, estupenda, es una estatua de Satán en el parque más bonito de Madrid. No creo que haya otra en el mundo, porque normalmente al Ángel Caído se le pone encima un arcángel, una virgen o el propio Cristo, que son los protagonistas del monumento. Pero en la obra de Benlliure nada roba protagonismo a Satanás, porque lo que se celebra precisamente es su Caída, las agallas que tuvo al rebelarse contra el Amo supremo sabiendo que no podía ganar, como Tamames en la moción de censura. ¡Oh, felix culpa!
Y otra cosa admirable y estimulante (aunque ésta es más propia del cristianismo que de nuestro país, pero que más da: también Cioran decía que si el catolicismo fuera un cíclope España sería el ojo) estener un día en el calendario dedicado a la Resurrección de entre los muertos. ¡Viva Dios que nunca muere y cuando muere resucita! ¡Éso si que es dar buen ejemplo!
La visión pagana de la religión, que es también la habitual de los feligreses cristianos, reconoce a una divinidad solícitamente preocupada por los fenómenos terrenales, que a veces hace llover y otras manda sequías, que lo mismo hunde al Titanic que facilita que llegue a buen puerto, que nos manda las enfermedades y a veces nos cura, que nos hace llegar a tiempo al avión o perderlo si le da por ahí, que ayuda a los malos cuando son más que los buenos, etc. O sea que enreda con la naturaleza pero sin salirse nunca de la necesidad de las cosas. Cuando le pedimos algo es poco más que cuando nos dirigimos al Ayuntamiento o a la Unión Europea. Para eso, francamente, no hace falta Cristo ni la Virgen que lo parió. Basta con la Naturaleza con mayúscula, esa diosa atribulada por culpa de los humanos en la que creen Greta Thunberg y los devotos del apocalipsis climático.
No, una divinidad respetable tiene que darnos si nos quiere lo imposible y revelar a sus elegidos que la necesidad que parece regir el mundo no es más que un espejismo impotente para probar nuestra fe. Un Dios capaz de lograr que lo pasado no haya ocurrido, que dos más dos sean cualquier cosa menos cuatro, que nuestras culpas se borren sin dejar mácula, y desde luego que resucite a los muertos. Éso sobre todo: que la muerte no tenga la última palabra ni tengamos que concederle la victoria. Y que la anulación de la muerte no sea como la de esos walking deads de la tele, tambaleantes y asquerosos: tenemos que resucitar peripuestos, perfumados y si es posible con las oposiciones aprobadas. Ante éso sí, te alabamos, Señor…
Desde luego, el Domingo de Resurrección no nos limitamos a conmemorar la de Cristo, la de Lázaro ni siquiera la de nuestros seres más amados, aquellos que al morir nos arrebataron el dulce sabor de la vida: el Día de la Resurrección celebramos la nuestra, la de usted y yo, sobre todo la mía. Y sin esperar al Juicio Final ni al Trueno del Apocalipsis, sino ahora mismo, ya… Porque cuando uno resucita siempre será hoy. Aprovechemos para irnos entrenando. La existencia en el mundo de la necesidad está salpicada de continuas muertes: la muerte del niño, del adolescente o del joven que fuimos, la muerte de la ignorancia sacrificada a un saber que no vale la pena, la muerte de los lugares a los que ya nunca volveremos, la muerte del arrebato generoso que se fue para siempre, la muerte de los dulces amores y hasta del Amor único y verdadero… Deberíamos entrenarnos en resucitar a poquitos, resucitar de alguna muerte pequeña o grande cada día, resurrecciones en calderilla para que cuando llegue la buena, la imposible, nos coja medio acostumbrados. Venga, propóngaselo: vamos a resucitar.
Publicado en THE OBJECTIVE 9 de abril de 2023