¿Qué lleva a una persona a ver la religión como una experiencia que da significado a su propia vida? La respuesta es simple: la subjetividad de cada persona permite interpretar lo absoluto y entender su relación con el mundo. Con esta interpretación, se llega a la idea de que el universo es un constructo heterogéneo debido a la presencia de sujetos. Así, al validar la categoría de sujeto, las diferentes interpretaciones de las personas influyen en la comprensión de la religiosidad en una realidad cada vez más secular. Es un asunto complicado, especialmente si al entender lo religioso, se percibe cómo se construye el sentido del mundo.
Debemos ser cautelosos al aceptar que esto sucede como se describe; con esta precaución epistemológica, lo que se expone sobre lo religioso se hace desde la perspectiva del silencio, considerándolo una parte esencial o al menos una variable facilitadora. Utilizar el silencio como clave interpretativa es una aventura, pero como es una lectura desde la hermenéutica, vale la pena correr el riesgo. Raimon Panikkar nos ofrece la condición necesaria para avanzar en esta propuesta:
Así como para detectar un electrón se necesitan laboratorios sofisticados y complejas matemáticas, para hablar de Dios se requiere la pureza de corazón que sabe escuchar la voz de la trascendencia en la inmanencia. Sin pureza de corazón, no solo no es posible ‘ver’ a Dios, sino que tampoco es posible comprender de qué se trata. Sin el silencio del intelecto, de la voluntad y de los sentidos, y sin la apertura de lo que algunos llaman el ‘tercer ojo’, no es posible acercarse al ámbito donde la palabra ‘Dios’ puede tener sentido” (Mística y espiritualidad, Tomo 2, 2015: 34).
Según Raimon Panikkar y Luis Villoro, en la aproximación a una posible comprensión de lo religioso, el silencio es una categoría hermenéutica que permite acercarse al núcleo de la experiencia de fe, iniciando la búsqueda de una comprensión del creer y, con ello, una inteligencia del ser de lo religioso. Luis Villoro introduce el tema diciendo que “(…) hay un silencio que acompaña al lenguaje como su trasfondo o mejor como trama. (…) Este silencio es la materia en que la letra se traza el tiempo vacío en que fluyen los fonemas” (El significado del silencio, 2016: 63). Esto no nos da una respuesta completa sobre el ser de lo religioso, pero es una pista para describirlo. De hecho, siguiendo la descripción de Villoro sobre el silencio, encontramos la posibilidad de una revelación del proceso creyente incluso en tiempos seculares. En la realidad desacralizada, como enseña María Zambrano en su libro El hombre y lo divino (1993), el sujeto mantiene activa la perplejidad ante lo que asombra, tal como se puede interpretar del axioma propuesto por Taylor: “la realidad ordinaria queda abolida y aparecen destellos de algo aterradoramente otro” (La era secular, Tomo I, 2014: 26). Al reconocer la presencia de “algo aterradoramente otro” – que no se aleja de la idea de Otto sobre lo Santo – se revela el valor del silencio en una realidad secular; un lugar donde se invita a la paciencia para lograr entender aquello que se busca comprender plenamente.
Tomarse del concepto del silencio, partiendo del hecho de que lo secular privilegia cuidarse de dar explicación de los elementos que componen la opción de fe, es una elección de carácter hermenéutico, ya que “La fe en Dios ya no es axiomática. Hay alternativas. Y probablemente esto también signifique que al menos en ciertos medios sociales, puede ser difícil sostener la propia fe” (Taylor, 2014: 23). Así, en una cultura gestionada por la razón instrumental, que se postula como factor privilegiado para construir el sentido de lo humano, surge la insistencia de justificar el fenómeno del silencio mismo. Al reconocer el silencio como clave para la experiencia religiosa, se necesita una forma epistemológica adecuada al objetivo religioso, tomando como base el silencio mismo. No es fácil elaborar una propuesta epistemológica desde el silencio, ya que la declaración intencional se enfrenta a lo secular, lo cual dificulta justificar la fe. Con esto en mente, la epistemología desde el silencio es una paradoja, ya que el flujo del silencio tensiona el intento racionalista por evitar reconocer lo que escapa a sus categorías.
En este contexto, el silencio actúa como un acto hermenéutico que revela el significado esencial del silencio mismo, encarnando lo más singular de la experiencia religiosa: su carácter de apertura. Debemos reconocer que existe un obstáculo para toda epistemología nacida del silencio; este obstáculo es el contexto cultural secular que no favorece este tipo de experiencia, ya que ayuda a que la razón se contraiga, enfrentándose a la dificultad impuesta por su propia contracción. Ante este hecho, la razón puede decir poco más allá de la necesaria investigación sobre el fenómeno religioso y sus efectos en campos interconectados en los substratos culturales. Reconocido el obstáculo, pero con el silencio asumido hermenéuticamente, ¿cuál es la salida? La respuesta parece relacionarse con la ventaja del silencio en el proceso de alcanzar cierta comprensión de la cuestión religiosa, que tiene como desenlace práctico el fenómeno del recogimiento. Este recogimiento, por ser existencial, “da lugar a un comportamiento de reverencia que tiene dos facetas: por una parte, pérdida del apego al yo, y por otra, afirmación del valor superior que lo rebasa” (Villoro, 2016: 96).
La salida no es una fuga a lo etéreo. Por el contrario, al reconocer el sentido existencial del recogimiento como modo explícito del silencio, necesariamente se realza el talante creyente sin necesidad de dar cuenta a otros de esa cuestión, ya que lo esencial es el hecho mismo del recogimiento como la condición propia del silencio que lleva en sí la experiencia de Dios. El resultado comprensivo del fenómeno del recogimiento es el silencio actuando como principio en campos que permiten la convivencia humana: el silencio como puerta al encuentro entre personas diversas. La legitimidad del encuentro entre personas abarca las cosas; todo se realiza mediante un acto de contacto validado por la presencia del lenguaje que, en ese instante, adquiere valor referencial sobre el sujeto que lo pronuncia, así como de las marcas culturales y religiosas que lleva en sus núcleos de sentido vital.
La salida no es, como podría pensarse, una fuga a lo etereo. Por el contrario, al reconocer el sentido existencial del recogimiento como modo explicito del silencio, necesariamente se realza el talante creyente sin la necesidad de dar cuenta a otros de aquella cuestión, a causa que lo esencial es el hecho mismo del recogimiento como la condición propia del silencio que lleva en sí la experiencia de Dios. El resultado comprensivo del fenómeno del recogimiento (en cuanto reconocimiento) es el silencioactuando como principio en campos que dan posibilidad a la convivencia humana: silencio como puerta al encuentro entre personas diversas. Por cierto, hay que insistir que la legitimidad del encuentro entre personas abarca las cosas; todo, de suyo, se realiza mediante un acto de contacto que se valida por la presencia del lenguaje que, en ese instante, adquiere valor referencial sobre el sujeto que lo pronuncia como de las marcas culturales y religiosas que lleva en sus núcleos de sentido vital.
Autor del Artículo
Rodrigo Pulgar Castro