La religión es una variada manifestación cultural de formas de pensar que caracteriza la vida humana a través del “conjunto de instituciones que formulan, organizan, administran o coordinan el instrumental de teorías, doctrinas, dogmas, preceptos, normas, signos, ritos, símbolos, celebraciones o devociones, en torno a una creencia trascendental y a través de las cuales se conservan, cultivan o expresan colectivamente las experiencias espirituales personales” .
En la misma fuente citada y entre las diversas definiciones que existen acerca del tema, la religiosidad se la destaca como “la expresión en la conducta personal de la relación del hombre con Dios, en términos de experiencia religiosa, insertada en un contexto histórico, social y cultural determinado”. También se la entiende “como una dimensión que se vive en lo social, siguiendo ritos, normas, comportamientos, conocimientos y valores que pautan la vida de los creyentes interesados en la búsqueda de lo divino, aunque no necesariamente en búsqueda de la experiencia de lo divino. Mediante estos ritos, normas y comportamientos, la religiosidad adoctrina y congrega a las personas, confiriendo a los creyentes conocimientos que les facilitaría su búsqueda…”.
En cuanto a la espiritualidad, la referencia bibliográfica indicada, ofrece la explicación según la cual ella se encuentra “íntimamente ligada a lo sobrenatural y a la religión, aunque también se extiende más allá de la religión. La espiritualidad incluye una búsqueda de lo trascendente, y por ende involucra un viaje a lo largo del sendero que lleva desde el firme descreimiento al cuestionamiento, a la creencia, a la devoción, a la entrega”.
La fe en cambio, es el grado de certeza, “seguridad o confianza” (…) que la persona manifiesta, pero “sin que se cuente con las evidencias que demuestren la verdad” . En filosofía, consiste en la conclusión que surge “estudiando el conocimiento verdadero, disfrutar de la libertad y la seguridad que otorga el saber y que las ideas y actos son correctos y exactos para cada ocasión” . En general, la fe es una forma de aceptar principios religiosos a través del sentimiento de lo creído y expresados como una esperanza legitimada en la satisfacción emotiva que individualmente ello provoca: “la fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” .
Como puede apreciarse, las interpretaciones acerca de la religiosidad, constituyen expresiones culturales de gran interés que, pese a sus diversidades, para sus creyentes fortalecen el conocimiento del vivir y de todo cuanto a través ella existe, destacando la presencia humana, sus obras y los fenómenos naturales desde los albores de su existencia hasta nuestros días. Los diversos tipos de comprensión que este hecho ha tenido, surgen de la conciencia de cada cual, es decir, del fuero íntimo de la persona que la vive (o no) de conformidad con sus particulares creencias.
Reconocer lo interesante que este hecho es en lo que a la motivación social se refiere y su importancia, no significa solo aceptar su existencia. Es necesario también, comprender que quienes practican dicha orientación lo deben hacer en un plano de absoluta discreción, que no debiera influir en la diversidad de creencias existentes y en el respeto que debe brindársele tanto a las practicas personales, como a aquellos que poseen distintas ideas.
A través de estas dos primeras décadas de este siglo XXI, continuadoras de la herencia cultural de un pasado ya milenario, muchos podrán pensar que el reconocimiento de la religiosidad ha disminuido en relación con los tiempos ya vividos. Es comprensible afirmar esto, debido al vertiginoso desarrollo de la ciencia, la tecnología y la cultura, que decididamente influyen en los niveles de desarrollo de un pueblo. Sin embargo, estos mismos hechos, que se le consideran como agentes influyentes de los cambios que se producen, constituyen también y, por otra parte, una de las causas que determinan la decadencia de la gestión global de la institucionalidad religiosa, más no necesariamente —aunque en grados menores— de la espiritualidad de sus adeptos.
El fundamento de este tema, señala que “el sentido religioso es la esencia misma de la racionalidad, la raíz de la conciencia humana (…) y se sitúa en el nivel de la experiencia elemental de cada hombre, en el que el yo se plantea preguntas acerca del significado de la vida, de la realidad, de todo lo que sucede”. (…) En efecto, “la realidad despierta las interrogantes (…) sobre el significado total de la existencia, ante lo cual (…). el sentido religioso coincide con preguntas y con cualquier respuesta a ellas. Monseñor Giussani lleva al lector a descubrir el sentido original de dependencia, que es la mayor evidencia para el hombre de todos los tiempos. Un descubrimiento que exalta la razón como capacidad de abrirse a la realidad según la totalidad de sus factores”.
Sin embargo, el estudio de la religiosidad, no es sólo una visión desde el punto de vista de la praxis y de las creencias que ella significa, sino también una posición institucional que ha influido significativamente en todo tipo de relaciones humanas.
En ambos casos, el enfoque del existir y la idea de la acción, ha considerado siempre esta situación como un “algo” divino de la vida, cuya convicción guía los actos humanos en la búsqueda de respuestas acerca de las incógnitas del saber y de la necesidad de comprender el origen de lo que todo ello significa.
A este respecto, la Doctrina Social de la Iglesia, se refiere a la religiosidad como la senda que cada cual debe seguir y cumplir de acuerdo con los preceptos evangélicos. Se espera así, lograr la comprensión de sus adeptos en la esperanza que las enseñanzas de Cristo ayuden a la persona para lograr su salvación. En atención a esto, una situación recurrentemente conocida se manifiesta, a través de las variadas iglesias existentes, en las que se advierte una continua actitud de autoproclamarse depositarias de la verdad e inspirada en los designios expuestos por sus respectivas corrientes religiosas. Un ejemplo de ello es la siguiente aseveración: “Sólo Jesucristo es realmente el Maestro de la Verdad y sólo en Él pueden encontrar los cristianos luz y fuerza para vivir según el designio de Dios, trabajando por el bien verdadero de sus hermanos” .
Si el objetivo de esta doctrina “no es perseguir fines de estructuración y organización de la sociedad, sino de exigencia, dirección y formación de las conciencias” , su propósito es, entonces, el de influir en la persona con el fin de evitar que ella estudie y adquiera conocimientos que favorezcan una formación doctrinaria ajena y/o contraria a la que se le desea imponer.
Para evitarlo, la visión individual —cada vez más amplia y valiosa— puede, a través de la capacidad de investigar, reflexionar y adoptar decisiones, crear una estructura analítica lógica que lleve a cada persona a buscar y encontrar sus propias respuestas a las incógnitas y problemas en la vida. Por el contrario, imponer creencias significa aceptar sin más cuestionamientos interpretaciones opuestas al espíritu de libertad y a los principios básicos de respeto y tolerancia que conlleva la diversidad humana como valores fundamentales de su propia dignidad.
Es así como la proyección de la religiosidad en el tiempo, se ha expresado como una convicción personal de explicar la vida en sus variadas manifestaciones y de demostrar un incierto convencimiento social orientado a la justificación de una forma de creer y la certeza de su existir.
Otro aspecto interesante de tener en cuenta —además del ideal que significa la búsqueda de la verdad, desafío aún presente— es el que habitualmente se le interpreta más en el plano de la política nacional e internacional, según los casos que se conozcan y en que el problema de la religiosidad ha sido motivo de profundas controversias protagonizadas entre lo que significa el poder terrenal y el espiritual.
De lo señalado, no es difícil entender que, en general, explicar la religiosidad siempre responderá a una situación que no difiere mucho de lo que las distintas creencias realizan en sus intereses por captar adeptos. Toda comunidad religiosa, para cumplir con este fin, ejerce sus actividades proselitistas a partir de las primeras edades. Esto les permite asegurar un capital humano de cuya buena formación depende no sólo el respaldo —en muchos casos incondicional— que la persona entrega a la institución religiosa, sino también en la ayuda que ésta requiere para incrementar sostenidamente su base de apoyo con el fin de cumplir así uno de sus primeros objetivos: ir poco a poco consolidando su presencia en la sociedad.
Sin embargo, se entiende también que la familia —como el núcleo fundamental del cuerpo social— es responsable de la formación inicial de los hijos comprometiéndose a fomentar un ambiente de respeto, cariño y de colaboración en su orientación valórica. De este modo, la formación no debiera expresarse como la imposición que con frecuencia los padres hacen respecto de una determinada visión de mundo, pues, con el tiempo, sólo la pueden legitimar los hijos cuando alcancen su plena madurez de conformidad con sus capacidades e intereses. Ello requiere, por lo tanto, de una adecuada orientación psico-socio-pedagógica que valore la comprensión humana de la existencia más allá del significado que se le atribuya a la divinidad como la causa explicativa de los hechos existentes.
Atendido lo anterior, la religiosidad no debe subestimarse, lo que sería un absurdo en toda comunidad que se precie de progresista, tolerante y, por lo tanto, respetuosa de la diversidad de las visiones de mundo existentes. Lo que la sociedad siempre debiera fortalecer es la libertad de pensamiento y de conciencia en virtud de la cual se comprenda que a toda persona le asiste el derecho de aceptar y practicar la idea religiosa que más le satisfaga en la subjetividad de sus creencias y en las respuestas que encuentre ante los desconocidos desafíos que debe enfrentar.
Ello ocurre, cuando dichas expresiones no están sujetas a dogmas ni orientación de ninguna naturaleza, que no sean las que culturalmente la persona en su devenir histórico ha caracterizado como grandes objetivos del bien social: la responsabilidad, lo ético, la disciplina intelectual, el estudio, la investigación, la práctica de las virtudes, etc. Lo anterior, por lo tanto, se refiere a toda aquella práctica y perfectibilidad individual y/o social que conduzcan al ser humano a encontrar respuestas a las dudas de su propia existencia.
La búsqueda de la verdad no se basa necesariamente en creencias inverificables ni en la fe que puedan tener o sentir las personas respecto de una certeza determinada, sea del pasado, del presente o del futuro. Suponer la existencia de la verdad en el pasado, es una creencia inverificable que solo aporta una tranquilidad espiritual a quien así lo acepta. Pensarlo como una realidad de lo actual, es una explicación que valora la instantaneidad del presente y la constante sucesión del cambio y, esperar que ella provenga del futuro, es aún más complejo, pues no solo es un ideal prefigurado de lo deseable sino una interrogante que, si bien desde el presente aún no tiene respuesta, sí puede considerársele como un razonable grado de certidumbre respecto de lo que advendrá, pues si ello ocurriese, solo se la conocería en el presente de dicho conocimiento.
Es por ello entonces, que la carencia de pruebas respecto de los hechos reales no justifica la posibilidad o la suposición de la existencia de una verdad, pero tampoco dicha posibilidad, en términos de creencia, debiera ser utilizada como argumento que intente demostrar un poder arbitrario y abusivo ante quienes no piensen de igual forma.
Lo señalado, no es una posición única de explicaciones. Es, simplemente, una forma de comprender la realidad que no acepta lo que no pueda ser demostrado, pero que tampoco niega lo que hasta ahora no se ha logrado explicar. No obstante, toda persona es libre y posee el legítimo derecho de aceptar la fórmula explicativa que mejor satisfaga sus convicciones, sean estas religiosas o no.
El fortalecimiento de esta perspectiva tiene que ver con los fundamentos laicos de la organización social, en que el poder temporal y espiritual si bien coexisten, su equilibrio debe mantenerse en el respeto de los ámbitos en los que cada cual se manifiestan. Lo importante es saber a tiempo que tales ámbitos no deben interferirse mutuamente pues, de lo contrario, y como con frecuencia ocurre, surgen justificaciones que, pese a todo, insisten en imponerse en la cultura de los pueblos.
En la diversidad propia que caracteriza las relaciones humanas en sociedad, es recomendable generar espacios sociales pluralistas de diálogo, análisis, reflexión y, cuyo objetivo no signifique “proselitizar” a nadie en particular. Serían buenas ocasiones para la orientación técnica de métodos de trabajos basados en los valores aportados por la vida misma al desarrollo de las personas y motivando en ellas el máximo de sus potencialidades que la propia naturaleza y la globalidad de su entorno le permitan.
La religión y lo que la religiosidad implica como expresión de un espíritu social en particular, es una interesante e importante visión de mundo de la cultura humana y cuyo estudio no debe eludirse. Su trascendencia, a través de las obras legadas por las antiguas escuelas, por cierto, que son del interés de una formación integral, pero no para convencer a los demás en relación con una determinada orientación y lograr su adscripción, sino para fortalecer la libertad que cada cual tiene de conocer y estudiar líneas de pensamiento que enriquezcan su acervo cultural, con el fin de adoptar correctas decisiones respecto del objetivo de llegar a ser un hombre siempre interesado en hacer el bien.
No existe el privilegio de ser un libre pensador en la formación de la persona cuando a ésta se la condiciona a una particular forma de entender la vida. Ello significa reducir su capacidad de análisis crítico y coartar su independencia para emprender la búsqueda de respuestas a todo tipo de interrogantes. Sin embargo, quien así lo piense está en su legítimo derecho de hacerlo, pues, hasta ahora, buscar la verdad y la felicidad a la que se aspira es un anhelo de todos, aunque sea una muy difícil tarea y de cuyo esfuerzo ojalá nunca se desista.
Concluyo destacando que la esencia dignificante de lo humano y su existencia, no debe considerársele a partir de una determinada idea ni tampoco de la supremacía de una visión única de mundo y su interpretación. Debe recordarse que, si Dios creó al ser humano en la diversidad propia que lo caracteriza, dicha particularidad se ha demostrado como válida a través de todas las realidades históricas que la Humanidad ha conocido y cuyo enfoque en cuanto a la religiosidad siempre ha respondido a sus propias circunstancias.
O la idea de Dios, como principio divino en la explicación evolutiva de la Humanidad, ¿no ha sido el mismo en la variedad de experiencias ya vividas?
Autor Artículo: Rubén Farías Chacón
Profesor de Estado en Historia, Geografía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica de Valparaíso; Licenciado en Filosofía y Educación, UCV. Doctor en Geografía Aplicada por la Universidad de Alta Bretaña, Rennes-Francia. Miembro del equipo editorial de Iniciativa Laicista.