Heber Leal
Este 18 de enero se cumplen 100 años del nacimiento de Gilles Deleuze. Aunque su nombre suena en facultades de filosofía, arte y ciencias sociales, sigue siendo un autor más citado que leído, más mitificado que comprendido.
Demasiadas etiquetas mal pegadas, demasiados académicos queriendo domesticarlo y demasiados entusiastas reduciéndolo a una ensalada de términos como «rizoma», «máquinas deseantes» y «líneas de fuga». Para algunos, es el padre del postestructuralismo; para otros, un místico del caos, un delirio difícil de digerir. Pero hacer de Deleuze un ícono pop o un gurú incomprensible es hacerle un flaco favor.
Porque si algo lo hacía único, era su manera de sacudir el pensamiento sin caer en el relativismo barato. Si Nietzsche quiso dinamitar la metafísica occidental, Deleuze la desmontó con precisión quirúrgica, pieza por pieza, como quien desarma un reloj para ver qué lo hace funcionar. Y en el proceso, nos dejó una idea clave: el pensamiento no es un espejo de la realidad, sino una fuerza creativa que la transforma.
Nada de verdades universales ni estructuras fijas. Para él, la diferencia no era un eslogan de diversidad, sino un golpe contra la obsesión filosófica por buscar siempre «la identidad detrás de las cosas». Lo realmente importante no es lo que se repite, sino lo que cambia, muta, se vuelve otra cosa. No porque «todo valga», sino porque encasillar el pensamiento en moldes rígidos es el camino más rápido a la mediocridad intelectual.
Y luego está su idea del deseo, que tampoco tiene nada que ver con el cuento de que «deseamos porque nos falta algo». Freud nos vendió que estamos rotos y buscamos rellenar el hueco. Deleuze, junto con Guattari, dijo que el deseo no es una carencia, sino una potencia creativa. No queremos lo que nos falta, queremos conectar, inventar, construir nuevas posibilidades. Somos máquinas deseantes, flujos en constante transformación, no sujetos cerrados con necesidades prefabricadas.
Y aquí estamos, en 2025, con un mundo que cada vez encierra más el pensamiento en dogmas de plástico, con redes sociales que convierten el debate en un intercambio de identidades fijas y respuestas prefabricadas. Y ahí es donde Deleuze sigue siendo necesario. No porque nos dé respuestas (spoiler: no las da), sino porque nos obliga a pensar de otra manera. Nos recuerda que el pensamiento no es un lujo intelectual ni un ejercicio académico, sino un acto de resistencia contra lo dado.
Así que, en su centenario, más que rendirle homenajes aburridos o repetir fórmulas vacías sobre el «rizoma», tal vez lo mejor que podemos hacer es leerlo sin miedo y sin prejuicios. Porque Deleuze no quería ser entendido en el sentido convencional. Quería que nos atreviéramos a pensar diferente. Y en un mundo obsesionado con la comodidad intelectual, eso sigue siendo un acto profundamente subversivo.