La historia de la humanidad siempre ha demostrado experiencias sociales caracterizadas por actividades que demuestran cómo el ejercicio del PODER oscila entre la alegría y satisfacción de alcanzarlo, la preocupación de cómo mantenerlo y la tristeza que significa perderlo.
En política, religión, economía y en la realidad de muchas otras áreas de este nuevo mundo tecnologizado, se advierten quizás los casos más emblemáticos que demuestran este hecho. Por cierto que ello se manifiesta, pero con diferentes particularidades, aunque todas presentan similitudes en cuanto a las causas y consecuencias que la generan, pero distintas, considerando los tiempos de ocurrencia, sus protagonistas y los espacios sociales en donde los acontecimientos suceden.
En la actualidad, los problemas existentes y los cambios que se ofrecen para superarlos, presentan diferentes circunstancias de orígenes, pese a sus similitudes conocidas a través de las experiencias históricamente ya vividas, por ejemplo, las pugnas por el poder, la gestión organizacional de la sociedad y sus permanentes controversias ideológicas, la imposición de creencias religiosas, la gradual ausencia de ideas, principios, valores y virtudes que exalten la dignidad humana y sus obras, etc. Las crisis intergeneracionales son, a su vez, parte de estos hechos, tanto como receptores del legado de sus antecesores, como de los aportes que entregarán a las generaciones que le continúan, pero en un futuro de diferentes tiempos en que estos u otros hechos se han podido constatar.
Otro aspecto interesante de hacer notar por el grado de influencia que ha tenido o que puede seguir teniendo, es que desde hace ya algunas décadas el ejercicio del poder se ha visto expuesto también a una situación inédita, no conocida ni practicada en los tiempos anteriores, salvo contadas excepciones. Se trata de la irrupción de las nuevas generaciones y, particularmente, de la mujer, como los nuevos protagonistas que se han desplegado a través de todas las esferas de la sociedad, exigiendo los cambios necesarios en un nuevo marco de derechos y deberes. Es una intención meritoria pero que, mientras carezca de una convincente base valórica de formación y comprensión de la realidad, no es fácil lograr los resultados a los que se aspira.
Pero, ¿qué significa el poder?: en general y considerando las variadas definiciones al respecto, es la capacidad personal demostrada para influir y dirigir el comportamiento de los demás y que se revela como una particular expresión de superioridad ejercida según los tipos de personalidad que se trate. Es también la identificación del nivel jerárquico definido, aprobado y establecido que ocupan quien o quienes se desempeñan como los responsables oficialmente designados por la autoridad o electos a través de elecciones para ocuparse de determinadas responsabilidades. Todo ello, de acuerdo a la norma legal que rige la administración del país, de una institución, de una comunidad social o, simplemente, por las atribuciones que le han sido otorgadas a la o las personas conforme al nivel en que se hayan o se estén desempeñando laboralmente.
¿Cuál es su atractivo?, permitir a quien demuestre su capacidad de hacer posible que ocurra lo que otros no pudieron lograr, sea reconocido para dirigir el quehacer nacional, institucional, publico y/o privado en sus distintas áreas, o bien, que a través de sus condiciones personales demuestre su capacidad como una persona idónea para desempeñarse en tales compromisos, en cuanto a su carácter y vigor para decidir, dirigir, orientar, corregir, recomendar, ayudar.
Para Foucault[1], el poder no es una institución, no es una estructura ni una fuerza de la que dispondrían algunos: es el nombre que se le da a una situación estratégica compleja en una sociedad dada; no es una propiedad sino una estrategia; por ello, no se posee, sino que se ejerce” [2].
¿Qué genera su rechazo?, la imposición de un conocido aliado: el MIEDO, cuya gestación intimidatoria actúa sobre la mayor parte de los sectores sociales, permitiendo dominar a los demás con un carácter abusivo, nepótico, perverso y contrario al sentido de justicia y del bien social. El peligro que esto significa provoca, además, el deliberado desconocimiento y violación de las normas legales vigentes, cuyas aplicaciones, si bien regulan éticamente las funciones para las que fueron promulgadas, al no ser debidamente reconocidas, por utilizárselas de acuerdo a intereses ajenos, el ordenamiento constitucional y el bien común, se alteran con las obvias consecuencias que ello implica.
En cierto modo, se puede decir que no existe, hasta ahora, una modalidad de ejercer el poder que a todos satisfaga. Siempre habrá sectores sociales minoritarios que cuestionen una determinada gestión política, que se resisten a aceptar la lógica de los cambios, pero que, al momento de ser ellos los que logran ejercerlo, también serán ellos los que lo defiendan, aunque, según su signo ideológico, puede ser de acuerdo a objetivos similares o, por el contrario, muy distintos e incluso antagónicos a estilos de gobiernos cuyos representantes lo ejercen pensando en una convivencia diversa, franca y tolerante.
Pero, ¿por qué el poder obnubila la visión del hombre por la riqueza material y la arbitraria imposición de sus ideas y no por lo que espiritual y valóricamente importa en el desarrollo de su propia vida y la de los demás? Esto ocurre, entre otras causas, debido a la confusión conceptual que se produce cuando quien lo detenta no discrimina entre el sentido de autoridad que “implica el derecho de dar órdenes en virtud de una posición jerárquica” y legítimamente reconocida, (…) y el poder, que “supone la imposición de decisiones con base en la facultad que tiene la persona de aplicar sanciones o castigos a su libre albedrío”[3].
Este hecho, en toda relación humana que es afectada por esta realidad, se manifiesta como expresión de fuerza que intimida para oprimir, someter, obligar y dominar para vencer, atemorizando y provocando reacciones miedosas individuales y grupales. Esta versión del poder —basada en el miedo— es conocida a través de muchas experiencias vividas por la humanidad, pues las decisiones adoptadas dependen, simplemente, de la voluntad de quienes dirijan, obligando a obedecer las órdenes emanadas desde los altos niveles en los cuales sus responsables se desempeñan.
En las condiciones descritas, cuando la facultad citada se ejerce a través de la fuerza del miedo, solo revela que similar reacción también la posee dicha jerarquía. Ella sólo se legaliza en la rudeza de un mandato escrito que lo reconoce, pero no se legitima en cuanto a la voluntad soberana que determina quienes realmente representan el sentido del ejercicio de un poder racional que vela por la ciudadanía como el objetivo superior del bien social.
Es obvio que, en tales condiciones, se favorece a quien arbitrariamente obliga al cumplimiento de grados de obediencia sin que se cuestionen las órdenes recibidas. Es un acto de deshonestidad, pues, lo que revela no es una preocupación por la calidad de los resultados de la gestión realizada, o de la satisfacción de quienes participan en sus actividades laborales, sino un interés individual por lograr beneficios que favorecen solo a quienes detentan el poder o son privilegiados por alguna desconocida razón. Es, por lo tanto, el miedo a la autoridad.
Así como el poder —en muchos casos —hace del miedo su principal cómplice, otros, sin embargo, sienten miedo al poder, debido a que su práctica inhibe a significativos porcentajes de la ciudadanía, a participar de las actividades, especialmente políticas, debido a las responsabilidades que se asumen de hacer cumplir y aplicar las recomendaciones legales, que no siempre es fácil cuando se trata de intervenir en ambientes en los que esto es un deber de todos los involucrados y no solo de algunos.
Según la RAE, el miedo es la “angustia por un riesgo o daño real o imaginario. (…) es una emoción desagradable que es provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente, futuro o incluso pasado”[4]. También se le entiende como una “reacción normal ante un objeto o situación que representa un peligro real o percibido. Las reacciones de miedo incluyen sentimientos subjetivos de temor y nerviosismo, evitación del estímulo temido, y actividad fisiológica como un incremento en la frecuencia cardíaca y respiratoria. Es una emoción inevitable y esencial que aumenta la energía en momentos de peligro y genera acciones de precaución y prudencia”[5].
Al respecto, existe un permanente temor que se apodera de la decisión personal y eludir así, compromisos de este tipo. El problema surge cuando se detecta que con ello solo se utiliza a las personas para ser inducidas a cumplir determinados objetivos que, una vez logrados, deben aceptarlo, sin explicación alguna, o bien, comprometiéndose con decisiones ajenas a lo que cada cual piensa y siente.
A este respecto y en una publicación española se explica lo siguiente: “el miedo a la muerte creó las religiones y el miedo a la vida está llevando, en los países democráticos, a elegir a dirigentes con perfiles autoritarios, intolerantes y autócratas. A estos políticos les interesa una sociedad atemorizada para alcanzar el poder y gobernar más libremente, ya que una sociedad con miedo es más manipulable y obediente. Cuanto menos libre se es, más libre es el poder para ejercerlo de manera autoritaria y opaca”[6]
Es interesante destacar, finalmente, la necesidad de internalizar las transformaciones que a diario se viven. Esto supone que toda nueva acción debe tender siempre a enfrentar semejante desafío en la perspectiva del respeto a las diferencias, del pluralismo de las ideas y del símbolo democrático del poder, única forma de demostrarse a sí mismos y ante la comunidad, que la intencionalidad organizativa de un pueblo no desaparecerá.
¿Que se requiere, entonces, para reconocer estilos de ejercicio del poder que sean un ejemplo de respeto, tolerancia y justica ciudadana? Decisiones políticas compartidas, más allá de los intereses ideológicos que cada cual posea. ¿Difícil? Por cierto, pero es una esperanza humana destacable como un significativo avance del espíritu democrático existente, contrario al sentido dominador con él que siempre se le ha identificado. Debe ser, además, la convicción intencionadamente reconocida de aplicar criterios de organización social basados en la justicia y ésta en una base formativa cuyos conocimientos permitan apoyar siempre la diversidad en las variadas condiciones en las que ella se manifieste. De este modo, es importante que cada cual sea siempre motivado en la búsqueda de todo cuanto sea de interés al conocimiento humano, promoviendo ideas libertarias fraternas y de convivencia social plenas.
Este hecho exige que toda nueva acción social que se emprenda, no sea indiferente a los cambios, de tal modo que se sepa reaccionar a tiempo al momento de ser testigos de las injusticias y del abuso, de cuya arbitrariedad surgen los problemas sociales. Pero, ¿cómo se plantea esta visión a partir del trabajo educativo y fortalecer la racionalidad humana? Es cierto que toda organización social es distinta una de otra, pero, sin embargo, responden al objetivo común de ser el centro obligado de la formación y del perfeccionamiento de la persona que anhela ser cada día mejor.
Es por eso que el poder, como expresión de voluntad humana, debe surgir como la fuerza de quien, basándose en la comprensión de la realidad, de su reconocida calidad valórica e intelectual, le permita aceptar el compromiso que significa cumplir con las responsabilidades asignadas, demostrar sus capacidades, dar a conocer sus reflexiones respecto de las materias que deban ser analizadas y sugerir las mejores opciones en la solución de problemas. Es decir, es la inteligencia puesta al servicio de la dirección de una gestión, del bienestar y del entendimiento de la diversidad en la convivencia, como también, la conciencia de hacer bien y cumplir con lo que se ha prometido.
[1] FOUCAULT, Paul-Michel (1926-1984), Controvertido filósofo, historiador, sociólogo y psicólogo francés que, además de su extensa obra intelectual, expuso su pensamiento sobre el poder en tiempos de los sucesos políticos que agitaban las relaciones internacionales de los pueblos de diversas partes del mundo.
[2] CONSUEGRA ANAYA, Natalia: Diccionario de Psicología, 2ª. ed. p. 216. Bogotá, 2010.
[3] GÓMEZ GÓMEZ, Iván Orestes. Dos palabras: ¿Autoridad o Poder?
[4] AHARONIAN, Aram: https://www.pressenza.com/es/2022/08/el-miedo-como-instrumento-de-poder/
[5] CONSUEGRA ANAYA, Natalia: Diccionario de Psicología, 2ª. ed. p. 186. Bogotá, 2010
[6] GISMERO BRÍS, Joaquín: El miedo al poder. Diario El País, 15/10/18. https://elpais.com/elpais/2018/10/15/opinion/1539615856_572582.html
Autor Artículo: Rubén Farías Chacón
Profesor de Estado en Historia, Geografía y Ciencias Sociales de la Universidad Católica de Valparaíso; Licenciado en Filosofía y Educación, UCV. Doctor en Geografía Aplicada por la Universidad de Alta Bretaña, Rennes-Francia. Miembro del equipo editorial de Iniciativa Laicista.