Manuel Cruz
Estas semanas de aislamiento han sido también, gracias a la tecnología, semanas de hipercomunicación. Probablemente, todos hayamos recibido una cantidad mucho mayor de mensajes, en diversos formatos y en las diversas redes, de los que recibimos habitualmente. Este incremento en el volumen de mensajes ha tenido un doble efecto, sin duda positivo. Por un lado, nos permitía ir tomándole el pulso al cambiante humor de los diferentes sectores de nuestra sociedad, aparentemente unidos al principio de todo esto y luego enfrentados, en algunos momentos de forma agria y cainita. Pero tanta información, a la que se podría añadir la recibida a través de los medios de comunicación más clásicos, centrados todos ellos casi en exclusiva en el mismo asunto, también nos ha permitido componernos una cierta imagen de conjunto del estado de ánimo colectivo.
A este respecto, no creo que sea muy aventurado afirmar que son muchos los que tienen la sensación de estar viviendo en una atmósfera enrarecida, viciada. No por algún aspecto en particular (hay muchos entre los que escoger), sino sobre todo en general. No entra en la habitación del mundo aire nuevo, nada que nos induzca a pensar que, efectivamente, vamos a transitar hacia un tiempo diferente. En absoluto. La ensoñación de los primeros momentos, según la cual saldríamos nuevos, otros, de esta traumática experiencia, se ha revelado completamente vana. La crisis no nos convirtió en otros, ni por su causa pasamos a ser nuevos: hemos seguido siendo los de antes, por no decir los de siempre, solo que en una situación nueva.
El ensayista infatuado que, incluso en pleno confinamiento, continuaba pavoneándose en las redes sociales por los comentarios elogiosos a sus análisis de lo que estaba pasando (cuando no a su último libro), el político rapaz que no dejaba escapar ni el menor episodio, por irrelevante que fuera, de la tragedia colectiva para desgastar al adversario electoral (eso sí, con la excusa de controlarlo), el periodista poco responsable que optaba por el titular más escandaloso con tal de capturar la atención del mayor número de lectores posible en un contexto de fuerte competencia entre medios, o el vecino chismoso que llevaba la contabilidad de la solidaridad vespertina en los balcones, por poner unas pocas muestras apresuradas, no experimentaron la menor mutación en su forma de ser y actuar. De ahí que no hagan falta especiales dotes de profeta para anticipar que saldremos de aquí, probablemente, con todos nuestros rasgos acentuados, tanto los buenos como los malos (por simplificar: más recelosos y más solidarios al mismo tiempo, en proporciones variables según cual fuera el punto de partida de cada cual). De momento, lo que cabe sostener es, si acaso, a modo de resumen de este argumento, que quizá haya cambiado la situación, pero no está claro en absoluto que lo hayan hecho sus protagonistas.
La situación vivida nos ha puesto a prueba, efectivamente, y el resultado debería movernos a reflexión. Entre otras cosas porque la evasión, en sentido literal, esto es, el mecanismo de escapar mentalmente a otros lugares (a veces únicamente mentales también), resultaba de imposible aplicación en este caso. En cierto sentido podríamos afirmar que estamos todos, como diría Juan Marsé, encerrados con un solo juguete… que ya no nos entretiene. Estamos confinados, sí, pero en el mundo. Y de la misma manera que muchas parejas, tras un verano obligadas a pasar demasiadas horas sin separarse, piden el divorcio en cuanto regresan de vacaciones, así también los hay que, de ser posible, se divorciarían del mundo (o se apearían de él, por decirlo con los términos de la vieja pintada). De un mundo que se ha mostrado, tras la pandemia, más jibarizado, más miniaturizado y, por supuesto, más homogeneizado que nunca. Las empresas se deslocalizarán o se relocalizarán, pero la globalización mental podemos considerarla, sin margen de error, como irreversible.
En todo caso, ya no hay un afuera al que escapar. Lo que significa —y perdón por la obviedad— que todo se juega dentro. Probablemente haya sido la evidencia de esta realidad la que ha impulsado a tantos a salir al exterior que tienen más a mano (la calle), en cuanto se ha relajado el confinamiento. Sus carreras al caer la tarde podrían ser interpretadas como una metáfora casi perfecta de la fallida compulsión por huir, en este caso, probablemente, de ellos mismos. Tal vez tuviera razón Nietzsche cuando señalaba que como mejor se piensa es caminando. Pero seguro que, si hubiera vivido hoy, habría añadido que corriendo no se piensa en absoluto. Es más, resulta probable que el filósofo hubiera rematado la argumentación observando que precisamente con este objeto, el de no pensar, son tantos los que corren.
Si para algo era un buen momento el encierro era para reflexionar sobre todas aquellas cosas que evitamos afrontar normalmente. Decía John Lennon aquello, luego tan citado, de que “la vida es eso que pasa mientras nos preguntamos qué es la vida”. Pues bien, ya ni eso nos preguntamos: la vida nos va pasando sin que nos preguntemos qué es la vida, sin reflexionar sobre su más íntima textura, aceptando lo que el mundo nos dice que es y, si no nos dice nada (la ocultación social de la muerte, llevada al paroxismo en una pandemia sin entierros, representa una prueba patente de su silencio al respecto), dejándola sin pensar directamente. Pero no por dejar de pensarla va a dejar de existir. Es más, seguirá existiendo y desarrollando su eficacia a nuestras espaldas. Ya nos había advertido Ortega de que “toda realidad ignorada prepara su venganza”.
Un proceder así recuerda al de aquellos niños que por cerrar los ojos creen que no son vistos. No se trata, claro está, de ofrecer ninguna receta mágica como alternativa a este estado de cosas. Los habrá que crean, en clave estoica, que la vida no es otra cosa que ese largo rodeo que dibujamos, camino hacia la muerte. O los que, más preocupados por los entresijos del alma humana, piensen que es ese tiempo que uno ocupa en resolver los contenciosos pendientes desde la primera hora, y que prolongan su onda expansiva a lo largo de la totalidad de la propia existencia. Aunque también los habrá convencidos de que lo que realmente vale la pena es intentar resolver aquellos contenciosos cuanto antes para que le quede a uno tiempo para preguntarse no ya qué es la vida, sino qué merece la pena hacer con ella.
Por supuesto que tampoco esto último se puede pretender una receta mágica. Vivir es, a fin de cuentas, establecer una determinada relación con el mundo, lo que implica de manera necesaria componerse alguna idea de él. Era también Ortega el que decía aquello de que no sabemos lo que nos pasa, y eso es precisamente lo que nos pasa. Tal vez estemos en estos días en condiciones de dar un paso más sobre la afirmación orteguiana. Porque durante el confinamiento han sido muchos los que tenían la sensación de saber lo que les pasaba: no les pasaba nada. Esta vez era eso precisamente lo que les pasaba. Y lo que, por cierto, les pesaba de una manera insoportable. No deja de ser tan llamativo como digno de ser pensado que a muchos les pese tanto el vacío.
Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona.
Publicado en EL PAÍS 09 de julio de 2020