Por Anne-Marie Slaughter
El mundo se ha pasado los últimos 30 años intentando redefinir la “seguridad nacional” de maneras que permitan que las naciones-estado se preparen para responder a una amplia gama de amenazas a nuestra existencia y bienestar. Alternativamente, se la ha yuxtapuesto a la “seguridad humana” en un esfuerzo por centrar recursos y energía sobre peligros que afectan a la humanidad como a la soberanía nacional.
Pero estos esfuerzos en gran medida han fracasado, y es hora de que intentemos un nuevo acercamiento. En vez de ampliar nuestra definición de lo que es la seguridad nacional, tenemos que comenzar a estrecharla. Eso pasa por hacer una distinción entre seguridad nacional y seguridad global, y poner la seguridad militar en su lugar junto con muchas otras prioridades igualmente importantes pero diferentes.
Debemos comenzar por preguntarnos cuatro preguntas esenciales: ¿Qué o a quién se está protegiendo? ¿Contra qué amenaza(s) es la protección? ¿Quién protege? Y ¿cómo se está ejerciendo la protección?
En su forma clásica, la seguridad nacional implica proteger a naciones-estado de una agresión militar. Para ser más precisos, como lo declara el Artículo 2(4) de la Carta de las Naciones Unidas, se trata de prevenir o contrarrestar “la amenaza o el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado”.
Hoy las naciones-estado se enfrentan a otras amenazas, como los ciberataques o el terrorismo, aunque por lo general estos deben ser auspiciados por un estado contra otro para que amenacen la integridad o la independencia política de un país. Por ello, estas amenazas realmente califican como subconjuntos de seguridad militar. Por otra parte, el cambio climático plantea una amenaza existencial a muchos estados isleños a causa del ascenso del nivel del mar y, de manera similar, amenaza a países áridos al agravar la desertificación y la escasez hídrica.
Más aún, si bien el mundo de 1945 estaba definido casi enteramente por naciones-estado, los expertos de seguridad actuales también deben centrarse en amenazas que trascienden las fronteras nacionales. A diferencia de la agresión militar, fenómenos como el terrorismo, las pandemias, las redes delictivas globales, las campañas de desinformación, la migración desregulada y las carencias de alimentos, agua y energía no necesariamente amenazan la independencia política o la integridad territorial de un estado en particular. Pero sí ponen en riesgo la seguridad y el bienestar de la población mundial.
La distinción entre seguridad nacional y global no es solo semántica. Va al meollo de la tercera pregunta: ¿quién ejerce la protección? La seguridad nacional es el dominio de los gobiernos nacionales y de un grupo bastante reducido de personas homogéneas en su interior, que tradicionalmente se han centrado casi del todo en la seguridad militar. En los últimos años, esas entidades se han ampliado para encargarse de asuntos como la ciberseguridad, la seguridad sanitaria y la seguridad ambiental, pero solamente en sus márgenes.
En contraste, pensar en términos de seguridad global abre las puertas a la participación de un grupo de gente mucho más amplio, partiendo por los alcaldes y gobernadores, que tienen la responsabilidad directa de la seguridad y el bienestar de los residentes de sus estados, provincias y ciudades. Por ejemplo, desde los ataques terroristas de 11 de septiembre de 2001 a los Estados Unidos, las autoridades estatales y urbanas estadounidenses se han involucrado activamente en prevenir y proteger contra ataques futuros. Es tan probable que hablen con sus contrapartes de todo el planeta como lo hacen los diplomáticos o las autoridades de defensa nacionales.
En términos incluso más amplios, la seguridad global no tiene autoridades designadas. Directores ejecutivos de empresas, grupos cívicos, filántropos, profesores y dirigentes de cada ámbito imaginable pueden lanzar y unirse a iniciativas para mantenernos seguros a todos. De hecho, la crisis del COVID-19 ha abierto muchas instancias de liderazgo eficaz desde fuentes distintas a los gobiernos nacionales.
Un buen ejemplo es la enorme cantidad de redes internacionales de investigadores, fundaciones, empresas y agencias de gobierno que han estado colaborando entre sí para desarrollar tratamientos y vacunas para la COVID-19, con poca consideración por la nacionalidad, mientras los gobiernos de EE.UU. y China utilizan la pandemia para elevar las tensiones bilaterales.
La participación más amplia en iniciativas de seguridad global también irá disolviendo cada vez más los límites entre asuntos y políticas “locales” e “internacionales”. Poco a poco se irán desmoronando las distinciones en ámbitos que tradicionalmente se han considerado como internos de cada país, como la salud, el medio ambiente, la energía, la ciberseguridad y la justicia penal, así como las áreas que los expertos en seguridad y relaciones exteriores ven como campos enteramente separados, como la defensa, la diplomacia y el desarrollo, que precisaban relaciones entre países y organizaciones internacionales.
A su vez, estos cambios crearán oportunidades para que una gama mucho más diversa de personas se siente a la mesa para tratar de asuntos de seguridad global. A pesar de algunos cambios graduales que se han dado en los ejércitos convencionales en los últimos años, hoy muchas más mujeres y gente de color ocupa puestos de peso en los gobiernos de las ciudades, y en ámbitos como la salud y la protección del medio ambiente, lo que incluye la justicia ambiental.
La pieza final de rompecabezas es cómo proporcionar seguridad global. La seguridad militar tradicional se enfoca en ganar, a fin de cuentas. Pero muchas amenazas globales precisan de una mayor resiliencia, es decir, mantenerse resistente en lugar de ganar siempre. Como ha argumentado Sharon Burke de New America , el objetivo es desarrollar seguridad en casa más que destruir enemigos en el exterior.
Ciertamente queremos “ganar” si eso significa superar los efectos de un virus o erradicar una célula terrorista o una red de desinformación. Pero la naturaleza profunda de las amenazas globales nos plantea que se las puede reducir, pero casi nunca eliminar. Dotar a las personas con los recursos para reconocer y evitar peligros, sobrevivir al trauma y adaptarse a nuevas circunstancias es una mejor estrategia en el largo plazo.
Hoy las cifras de fallecimientos por COVID-19 casi duplican a quienes murieron en la Guerra de Vietnam. Pero varios líderes nacionales de Estados Unidos y otros lugares siguen centrados en la competencia entre grandes potencias y parecen estar menos preocupados por el creciente número de víctimas de la pandemia que por culpar a otros países. Y, sin embargo, las lecciones de esta crisis pesarán mucho a la hora de pensar en nuestra seguridad y cómo garantizarla en el futuro.
Y eso será especialmente cierto para las generaciones futuras. Por ejemplo, Alexandra Stark de New America plantea que la COVID-19 es el 9/11 de su generación. En lugar de la respuesta antiterrorista altamente militarizada adoptada por EE.UU. tras esos ataques, llama a una nueva estrategia general “que se oriente fundamentalmente en torno al bienestar humano”, volviendo a poner el énfasis en la salud, la prosperidad y las oportunidades para los seres humanos. Sin duda, eso me suena a seguridad.
Anne-Marie Slaughter, a former director of policy planning in the US State Department (2009-2011), is CEO of the think tank New America, Professor Emerita of Politics and International Affairs at Princeton University.
Publicado en Project Syndicate 4 de junio de 2020