Gabriel Ascensio Morales
Escrito por el ilustrado François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, Micromegas (1752) podría considerarse uno de los primeros ejercicios que precedieron a la ciencia ficción como la conocemos actualmente, adelantándose a Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) por poco más de sesenta años. Asimismo, de forma quizás anacrónica, se relaciona con las dos grandes vanguardias de la ciencia ficción del siglo XX. Pese a que aborda la incipiente pero limitada ciencia de la época, posee el tono científico de la edad de oro de la ciencia ficción –cuyos representantes más importantes son Isaac Asimov y Arthur C. Clarke– y al mismo tiempo está cargada de la crítica social y filosófica que caracterizó al iluminismo y a la nueva ola de ciencia ficción de los años sesenta, inmortalizada en la antología narrativa Dangerous visions (1967) compilada por Harlan Ellison.
La trama sigue al gigante Micromegas, oriundo de la estrella Sirio, en su viaje por nuestro sistema solar. Micromegas es físicamente atractivo, elocuente y educado. Durante doscientos años fue perseguido en su propio planeta por tratar de comunicar su sabiduría. Su libro fue sancionado por una corte de ignorantes, que ni se molestó en leerlo, y que lo acusó de hereje, castigándolo con su destierro de la corte por ochocientos años.
En su viaje por nuestro sistema solar conoce al secretario de la academia de Saturno. Los diálogos entre los dos gigantes, aunque el saturnino de menor tamaño, capturan lo mejor de la prosa filosófica y satírica de Voltaire. Poco después de pasar por Júpiter, los viajeros se cruzan con las dos lunas de Marte (Voltaire previó su descubrimiento pues este se registró oficialmente hasta 1877, más de un siglo después de la publicación de su relato). Finalmente, Micromegas y su compañero arriban a nuestro planeta sujetando la cola de un cometa. Aterrizan en una orilla del mar Báltico el 5 de julio de 1737 y en 36 horas le dan la vuelta al mundo con sus gigantescas zancadas.
Tras su recorrido por todo el orbe, el secretario piensa que la Tierra está desprovista de vida por no observar seres vivos a su alrededor, a lo que Micromegas ofrece una sagaz –y distintivamente ilustrada– respuesta: “Tú no ves con tus pequeños ojos estrellas de la quincuagésima magnitud que yo puedo percibir de forma nítida. ¿Concluyes acaso que aquellas estrellas no existen?” Micromegas acepta que los sentidos de su amigo sencillamente son muy débiles para saber si hay vida en la Tierra o no. En el tono sarcástico característico de Voltaire, el secretario comenta que “nadie con buen sentido querría quedarse” en este planeta tan extraño. “Bueno”, responde Micromegas, “¡quizá los habitantes de este planeta no tienen buen sentido!”. Sabias palabras.
Y, en efecto, había motivos para que ambos gigantes extraterrestres dudaran del sentido común de los seres humanos. Su primer encuentro con los habitantes del planeta fue con unos filósofos que creyeron que su navío había encallado en una roca a causa de un huracán, cuando en realidad se encontraban en la palma de Micromegas. El siriense intentó conversar de manera amigable con ellos para conocer si tenían ideas, voluntad y libre albedrío, pero en respuesta “el capellán del navío recitó oraciones de exorcismo, los marinos maldijeron, y los filósofos construyeron sistemas; pero, sin importar qué sistemas se les ocurrieran, no pudieron descifrar quién les hablaba”. Solamente el médico de la tripulación se mostró razonable con los gigantes y les ofreció medirlos.
Pronto, los filósofos de la tripulación y los visitantes espaciales se enredaron en una conversación sobre temas dispares, retomando las ideas de Aristóteles, Descartes, Malebranche y Leibnitz acerca de la guerra, el lenguaje, la naturaleza de Dios y del alma. Ante la sugerencia por parte del clérigo tomista que formaba parte de la tripulación de que el universo –“sus mundos, sus soles, sus estrellas”– fue hecho exclusivamente para la humanidad, los gigantes soltaron “una risa inextinguible”. Los dos visitantes reaccionaron con humor ante la infinita arrogancia de los infinitamente pequeños. Más adelante, Micromegas prometió escribir un libro filosófico “con el que ellos [los filósofos] verían la razón de todo”. Antes de regresar a su estrella, el gigante regaló su libro a los filósofos. Este fue entregado al secretario de la academia de ciencias de París, quien al abrirlo descubrió que todas sus páginas estaban en blanco.
Micromegas es una de las mejores síntesis del pensamiento de Voltaire. Comparte el pesimismo de Cándido (1759), así como el escepticismo de la atmósfera intelectual de la Francia del siglo xviii. Es una crítica a la guerra y a las costumbres de los intelectuales y aristócratas; es la negación de la verdad como precepto –ya sea religioso o filosófico– y una demostración de las limitaciones del género humano. Además de que sus viajes espaciales y diálogos con seres provenientes de otros astros anticipan a varias historias de ciencia ficción de mediados del siglo XX.
Pero es en tiempos de crisis, como la actual, cuando el liderazgo es débil, la irracionalidad impera y el caos es inminente, que este relato poco conocido de Voltaire adquiere actualidad: somos pequeños, física e intelectualmente, y por más intentos fútiles que hagamos de trascender, seguiremos siendo limitados. Sin embargo, tan pesimista como pueda sonar, Micromegas también ofrece inspiración. No hay una razón detrás de la existencia, y por lo tanto podemos vivir según nuestra libertad. No tenemos destino, lo que significa que la pandemia no es un castigo divino, sino un obstáculo superable, incluso desde nuestra condición humana. La falta de una razón detrás de todo es aterradora: también es la condición esencial detrás de nuestra autodeterminación. El libro del gigante está en blanco, pero nada nos impide llenarlo.